martes, 4 de junio de 2013

El Rey ha muerto.

Por Pablo Durio | Literatura

Existe una Agencia Tributaria en los Estados Unidos de Norteamérica. Esa Agencia está subdividida en cuantas partes hace posible el monstruo enorme de la burocracia estatal, el organismo que representa el nivel mayor de aburrimiento y de complejidad absurda e inútil. Una de esas divisiones son los Centros Regionales de Examen, entre los cuales hay uno en particular, en Peoria, Illinois, en donde empiezan a registrarse una enorme cantidad de empleados con extraños superpoderes, algo así como unos X-Men pero sin sus trajes de cuero y cuyas mutaciones se mezclan entre lo inútil y burocrático y el sinsentido irónico narrados por un David Foster Wallace al borde la muerte, al borde de un árbol.

David Foster Wallace, voz-influencia-escritor estrella-generacional, está escribiendo sobre el aburrimiento y está cerca de los 50 años (tiene 46) y lleva 10 años escribiéndolo e investigando sobre ello (hasta llega a tomar un curso sobre contabilidad), cuenta con casi 2.000 páginas ya escritas en cuyos márgenes y pies hay un millón de notas y detrás de sí está su esposa, su editor, su agente literaria, la editorial para la que publica, el mundo entero que lo espera ansioso pero, sobre todo, los restos del único de los males que lo acompañó siempre: una terrible e incurable depresión.

Los médicos dicen que está estable, que después de su adicción a las drogas y al alcohol y a las malas compañías y a la soledad sólo lo espera un camino más tranquilo, no saben si de felicidad (nadie tan inteligente puede ser totalmente feliz) pero por lo menos de paz. Es el año 2008 y hace 6 años que conoció a la mujer con la que está casado: Karen Green, quien en 2002 se acercó a él ofreciéndole pintar paneles sobre su obra y él no sólo que aceptó los paneles, sino que también a ella y a su hijo. Llevan una vida tranquila: ella pinta, él da clases de escritura creativa (actividad que le da de comer) y escribe lo que él mismo llama “the big thing”, y su editor se muestra preocupado: llama a David para que asista a las reuniones y presentaciones y charlas que tiene pautadas pero recibe como única respuesta que ahora no, “sabes que si me lo pides iré, pero por favor no lo hagas, estoy trabajando en algo grande y sabes que si me distraigo me cuesta volver al trabajo”. Esa gran cosa es El Rey Pálido.

En una carta escrita a Jonathan Franzen (su amigo-enemigo-competencia literaria- y segundo puesto eterno en la lista de escritores miembros de la Generación x –el primero será, vivo o muerto, David Foster Wallace-) puede leerse lo siguiente: “Me siento, digamos, peculiar, que es la palabra adecuada para escribirlo. (…) Escribo a regañadientes, sumido en sentimientos ambivalentes acerca de lo que hago, hundido en el dolor. Estoy cansado de mi mismo, de mis pensamientos y asociaciones mentales, de la sintaxis, de hábitos verbales. Mi trabajo atraviesa por una fase de gran oscuridad, lo demás es luminoso y gratificante. De modo que puede decir que estoy relativamente feliz”.


Retrato de David Foster Wallace.
En el “relativamente” es donde finalmente se cuela la verdad: el 12 de Septiembre de 2008 Karen Green vuelve a su casa y encuentra a su marido muerto. DFW se quitó la vida.

“Lo bueno de todo esto: he perdido cerca de 10 kilos. Lo malo: ni siquiera he pensado acerca de escribir desde Septiembre. Y creo que no van a pasar hasta al menos 90 días antes de que me pueda poner a trabajar, aunque mi psiquiatra diga que estoy en una etapa bastante sana”, le había escrito a su agente literaria Bonnie Nadell, cuando ella quiso saber cómo andaba su trabajo.


Días después de su muerte, Karen y Bonnie entraron a su escritorio y se encontraron con todos los papeles que formaban El Rey Pálido, la novela incompleta y póstuma de David Foster Wallace. Telefonean a Michel Priest -el editor de David- quien pone orden y termina seleccionando, de entre la miles de páginas, las 551 que hoy forman la novela, incluyendo las notas de David que mencionan hacia donde van o de dónde vienen los personajes, incluyendo un prólogo del propio editor: “En ningún sitio de aquellas páginas había ningún esquema ni indicación del orden en que David tenía pensado poner aquellos capítulos. Había unas cantas notas generales sobre la trayectoria de la novela, y a menudo los borradores de los capítulos iban precedidos o seguidos de instrucciones que escribía David para sí mismo y que indicaban de dónde venia un personaje o hacia dónde podía dirigirse. Pero no había una lista de escenas, no había un arranque ni un final decididos, ni tampoco nada que se pudiera considerar un conjunto de instrucciones ni guías para El Rey Pálido. Al leer y releer aquellos montones de material, me quedo claro pese a todo que David se había adentrado mucho en la novela, creando un lugar nítidamente complejo y un conjunto de personajes que batallaban contra los demonios descomunales y aterradores de la vida ordinaria”.

Entre aquellos personajes extraños y complejísimos se encuentran los X-Men de la burocracia estatal: un hombre que recibe millones de datos extraños y la mayoría inútiles en su cerebro todo el tiempo; un adolescente que es algo así como un aspersor constante de transpiración obligado por ello mismo a saber con exactitud cuántos metros lo separan de la salida más cercana de una habitación, cuántas personas pueden verlo transpirar cada vez que le da uno de sus ataques desde los diversos ángulos que lo rodean; el mismo David Foster Wallace, que aparece en la novela como narrador, como personaje y además -como si no fuera suficiente- existe un tercer David Wallace que no es él sino que es alguien que lleva su mismo nombre con el que los jefes del Centro Regional de Examen lo confunden; un par de fantasmas y, sí, la prueba irrefutable de la repetición que implica el trabajo de un pasa-página (quien controla una a una todas las declaraciones de impuestos de los ciudadanos en busca de fallas que indiquen una estafa al estado y por lo tanto sean dignas de una auditoria que representen una ganancia mayor que los costos que implican): la historia de un empleado que estuvo días enteros muerto, en su sillón, sin que nadie se diera cuenta de ello.

Esos son algunos de los personajes que “batallan contra los demonios descomunales y aterradores de la vida cotidiana”, lo que David no pudo hacer, aunque más que contra la vida, él no pudo luchar contra sí mismo, contra el hastío que le provocaban sus propios sentimientos, su neurosis, lo que él llamaba: el monólogo interior.

*Fragmento del discurso de David Foster Wallace, a la generación 2005 del Kenyon College:

Estoy seguro de que ustedes ya se han dado cuenta de lo difícil que resulta estar alerta y atentos en lugar de ir como hipnotizados siguiendo el monólogo interior (algo que puede estar sucediendo ahora mismo). Veinte años después de mi propia graduación llegué a comprender el típico cliché liberal acerca de las Humanidades enseñándonos a pensar: en realidad se refiere a algo más profundo, a una idea más seria: porque aprender a pensar quiere decir aprender a ejercitar un cierto control acerca de qué y cómo pensar. Implica ser consiente y estar atentos de modo tal que podamos elegir sobre qué poner nuestra atención y revisar el modo en que llegamos a las conclusiones a las que llegamos, al modo en que construimos un sentido en base a lo que percibimos. Y si no logramos esto en nuestra vida adulta, estaremos por completo perdidos. Me viene a la mente aquella frase que dice que la mente es un excelente sirviente pero un pésimo amo.

Como todos los clichés superficialmente es soso y poco atractivo, pero en realidad expresa una verdad terrible. No es casual que los adultos que se suicidan con un arma de fuego lo hagan apuntando a su cabeza. Intentan liquidar al tirano. Y la verdad es que esos suicidas ya estaban muertos bastante antes de que apretaran el gatillo.

Autor: David Foster Wallace.
Obra: El Rey Pálido
Editorial: Mondadori
551 páginas.

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