Por Pablo Durio | Literatura
En
la imagen se lo ve a Guibert solo, con la piel pegada a los huesos de la cara,
con ropa que –ahora- le queda grande. Está flaco y solo y de esa belleza
francesa que lo convirtió en uno de los hombres más lindos y polémicos de
Francia queda poco. Casi nada. Le quedan sus ojos, siempre le quedarán sus
ojos, aunque de uno casi no vea.
Está
sentado en un sillón grande de madera de un cuerpo y se arremanga tanto la
camisa roja como el saco azul. Espera una inyección, una más, una de tantas. De
fondo se escucha su voz, en un impecable francés, que relata lo que estamos
viendo. Se acerca la enfermera, lo toca, lo inyecta. Hervè Guibert, que nació
en 1955 en una familia clase media cualquiera de París, tiene SIDA. Se está
muriendo.
La
imágenes corresponden al documental que grabó sobre su vida y sobre su muerte
–sobre todo de esta última- llamado El Pudor o El Impudor. Ese es su relato
final.
Fue
fotógrafo, actor, director de cine y escritor. Fue periodista y escribió para
Le Monde una columna sobre fotografía. Y ni siquiera todo su talento pudo
opacar lo que la sociedad francesa le reclamaba y le reprochaba: que fuera
abiertamente homosexual, que le gustaran los hombres, que escribiera todo el
tiempo sobre sí mismo y que sus obras no fueran más que una mezcla “fría,
glacial, insoportable y cruel” de autobiografía y ficción.
Guibert
sabía que la sociedad no aceptaba sus gustos y quizás por eso decidió luchar
abiertamente contra ella. “Cuando veo el hermoso cuerpo desnudo, carnoso, de un albañil en una
obra, no sólo me gustaría lamer, sino también morder, jalar, masticar, tragar.
No descuartizaría, según la moda japonesa, a uno de esos obreros para
apretujarlo en mi congelador: me gustaría comerme la carne cruda y vibrante,
cálida, dulce e infecta”. Vivió su vida pública como gay, aniquiló su
cuerpo social hablando sobre la enfermedad y sobre lo que los demás llamaban su
“suicidio sexual”, y se metió con uno de los máximos exponentes de la
intelligentsia francesa de la época: uno de los amores más importantes de su
vida fue Michel Foulcault, y sobre él escribió el libro que la catapultó al
éxito, Al amigo que no me salvo la vida (1990).
Pero Hervè tuvo otros amores: Thierry Jouno, y un adolescente de 15
años al que se conoce como Vincent M. y sobre el que escribe el libro Fou de
Vincent.
En 1988 le diagnostican SIDA y él vuelve su enfermedad el centro de su
obra. Guibert coquetea con la muerte, baila con ella hasta que ella lo seca y
lo aplasta y sobre ella dice: “La amordazan, la censuran, pretenden ahogarla
en el desinfectante, asfixiarla en el hielo. Yo quiero que saque su voz potente
y que cante, diva, a través de mi cuerpo. Será mi única pareja, seré su
intérprete. No dejar que se pierda este manantial espectacular inmediato,
visceral. Darme la muerte en el escenario, ante las cámaras. Dar este
espectáculo extremo, excesivo de mi cuerpo, en mi muerte. Escoger los términos,
el progreso, los accesorios.”
Mientras
pasan los años y la enfermedad avanza, el coraje de Guibert (quien a esta altura
ya sufrió la muerte de varios de sus amores y sus amigos) disminuye y aparece
la vergüenza de afrontar la verdad ante su familia. El hombre que escribió todo
lo que quiso sobre su romance con uno de los filósofos más importantes de la
historia y que hizo pública su condición sexual sin la autorización de este
último (cuando Guibert publica Al Amigo que no me salvo la vida Foulcault ya
estaba muerto); el hombre que aceptó e hizo frente, estóico, a todas las
críticas; el hombre que usó su talento como un revólver que sostenía mientras
apuntaba mirando entre sus rulos para disparar al centro de un mundo que no lo
entendía, sosteniendo la mano de otro hombre con fuerza, ahora tiene miedo de
la mirada de sus padres: “Mi preocupación
principal en todo este asunto es morir lo más lejos posible de la mirada de mis
padres.”, anota, Guibert, con un brillo triste en la mirada y con el
revólver ahora descargado, con la mano cansada.
Citomegalovirus,
diario de hospitalización, trata sobre su muerte, sobre su soledad, sobre sus
miedos pero también sobre su sentido del humor.
En el relata el período que estuvo internado tratando de no perder un
ojo (citomegalovirus es –la obviedad de la no sorpresa y la redundancia- un
virus común para los enfermos de VIH antes de la aparición de los
antirretrovirales en 1996), entre el 17 de septiembre y el 8 de octubre de
1991, y escribe como una protección, como un antidepresivo. Escribe porque ya
casi no puede leer y escribe porque ha decidió que hasta el último momento hará
lo que se le antoje y se revelará contra todo el canon de la literatura
francesa que llama a sus relatos peyorativamente como “literatura del yo”, y lo
tildan de narcisista. Escribe para hacer pública su vida para que nadie después
diga que él jugó con la publicidad de la vida de Foulcault para hacerse famoso
y luego esconder la propia. Hervè amaba a Michel y lo extrañaba.
¿Por qué diablos no se
terminará de juzgar al narcisismo? ¿Cómo un sustantivo encantador y serio pudo
volverse tan trivialmente peyorativo? Lo que se denigra como narcisismo: ¿no es
acaso el mejor de los intereses a los que uno debe dedicarse, para acompañar a
la propia alma en las transformaciones?
Casi
ciego por causa del SIDA, con un cuerpo que él mismo –amante de los cuerpos de
los hombres- ya no podía soportar, Hervè Guibert intentó suicidarse en la víspera
de su cumpleaños, y murió unos días más tarde, el 27 de diciembre de 1991.
***
Obra: Citomegalovirus, diario de hospitalización.
Autor: Hervè Guibert.
Edit: Beatrz Viterbo Editora.
63 pág.
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