martes, 2 de noviembre de 2010

Cierro los ojos,

silbo una canción que me encanta. Estoy en casa y falta mucho para salir. Tomo té. Estoy haciendo lo de siempre y veo mi propia vida como podría verla un extraño, un extraño nada comprensivo. Encuentro siempre la misma historia pacientemente repetida: un muchacho melancólico vagabundea por su casa. En mitad de la noche me despierto y pienso si estoy ante un desierto o un mundo de cristal. Cada tantos años me disuelvo en un tubo de cristal. Es como cumplir con una obligación, es como salir de un tubo de ensayo, es como no nacer. Aquí hay cero biología. Al caminar junto a ella, mis instintos protectores se despiertan. Me froto los ojos. Estoy en el límite de la neutralidad. Ella se alimenta de la velocidad. Ella es el ojo del universo. De todo lo poco es como un río; de todo lo mucho es como un cielo. Cruza la tarde como un sol ceremonioso; sus ojos lloran pecas en su pecho. Ella está atrapada en su fuego y es un espiritu vagabundo. ¿Cómo protegerla sin sentir un gran alivio? Sigo siendo su amigo. Ella no me aburre, me atrae como un iman. Es como quedar pegado a una novela mejicana. Semanas tras semanas interminables que duran una vida. Me siento convertido en un corazón invadido. Adherido a su reflejo, a su naturaleza acuática.

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